Hacía tanto calor que cualquier bicho del pueblo hubiera deseado una descomunal inundación -cosa totalmente improbable en Santa Alfonsía debido a la característica de los confines del pueblo- que a semejante infierno.
Tanto era el calor que las pajarillas terminaron por laxarse hasta convertirse en sauces llorones en una tierra que de valle no tenía ni el nombre.
La Yunta Brava estaba en la hora pico justo antes del toque de cambio de nombre de las calles. La gente solía juntarse allí como punto de referencia, para luego partir en busca de la nueva calle y el nuevo número de su casa. No había cosa más desesperante que le enganche a uno el toque de cambio de nombre en la calle, pues hasta ahora no se comprendía en realidad si lo que cambiaba de lugar eran las calles o las casas.
El mago había tomado una forma humana bastante peculiar, una mezcla taciturna de Seann Connery y Luis Eduardo Auté. A su lado caminaba , igual de imponente, Sithienne, con una humanidad morena celosamente conjurada, y hermosamente similar a Lenny Kravitz, que obviamente causó estupor a todas las mujeres del pueblo, incluidas beatas, puritanas, embajadoras del placer, succionadoras de relatos y huidizas bailarinas que asomaron la cabeza desde sus escondites. Vaya inspiración la del mago, para dar tamaña sensualidad a un gnomo. La niña, crecida, mujer, una mezcla exótica de Pocahontas y Salma Hayek. Mala idea la del mago. En fin. El bar, repleto.
– Iré a buscar posada, una flor tal vez…., dijo la niña.
– Rayos!, dijo el mago. Y le dio un golpe en la frente. Aprende a hablar, niña.
El tiempo patinó, una vez…o dos.
– Iré a buscar dónde pasar la noche. Mientras ustedes toman algo. Qué calor!
La alarma sonó. Las calles cambiaron de nombre, las casas de número. El norte se volvió sur ¿o este? Bah! Quién sabe. La gente comenzó a salir de la Yunta Brava, como en estampida.
De pronto el bar quedó con los cuatro individuos que estaban en el mostrador, el barman y una vieja que por su bastón quedó relegada de la horda humana que despegó hacia las calles.
– Señora! Sabe usted de algún lugar donde pueda mi gente y yo pasar la noche?
– De saberlo, si. De decirle exactamente donde está, no. Vaya usté a saber en qué calle se encuentra ahora. Yo no encuentro mi casa desde hace dos días. Pero el Buscador, sabrá indicarle bien.
– El Buscador?– Es el único que se ubica luego de los cambios, parece que ya descifró el patrón de este despelote. Como se camina las calles a cualquier hora, es difícil perderse, Al fin de cuentas su casa es la única que no tiene número. Es la de los cocoteros, y siempre cae al final de alguna calle.La Niña cruzó hacia la acera norte de la plaza, o a la que en ese momento le tocó portarse como tal y siguió derecho por la calle Casualidad sobre la cual estaba ahora la Catedral de la última Confesión.
– Sr. Perfecto, todo sería tan fácil si tuviera un elemento de orientación. Si Sithienne no hubiese tenido la juvenil actitud de echar todo al comenzar algo nuevo, tendríamos el mapa, y el astrolabio del gabinete real. Ahora para todo tendremos que preguntar y buscar.
Le había quedado una sensación de vértigo luego del toque de alarma, tenía 6 horas para encontrar un lugar donde pasar la noche antes del próximo toque que la dejaría en un punto cero , otra vez. La intuición sería su único instrumento de utilidad.Afuera, justo a la altura de la acera de la puerta principal, al pie de un basurero municipal, – ¡Que desbarajuste!, ahora si que esto se despelotó como nunca, dijo el mago.
– ¿Y ahora como encontraremos a la niña?
– Sigamos la calle sobrevivencia, respondió el mago. Ya que no hay ninguna que se llame aventura y diversión.
– Este pueblo es un destino turístico? Preguntó desconcertado Sithienne.
– No, gnomo idiota, era un chiste.
La tribu de Sithienne era de aquellas que dentro de la gran familia de los gnomos de nariz roja había sido engalanada por la pureza del sentir y la voluntad férrea de proteger, por eso la perspicacia no rebasaba jamás el umbral de su ingenuidad. Sithienne estornudó, le tenía alergia a la toma de decisiones. Un remolino de tierra se levantó. Ambos empezaron a caminar hacia la Biblioteca, en busca de un mapa. Un concierto de risitas coquetas los acompañaron, bailarinas por doquier en los balcones murmuraban la visita de los extranjeros. El toque las había encontrado reunidas en el té de siesta. Sithienne volvió estornudar y el mago entre balbuceos y a regañadientes cruzó hacia la otra acera. El remolino de tierra se alejó. La niña salió de la Catedral y se detuvo en el mismo basurero.
– Huele a flores… – suspiró, y al hacerlo miró hacia arriba con los ojos cerrados, al abrirlos se encontró con los ojos cuestionadores de una comparsa de bailarinas aglomeradas en un sólo balcón.
– Ustedes conocen al buscador?
La respuesta fue inmediata, Paf! La ventana del balcón se cerró (o fue cerrada) con un ímpetu muy femenino. La niña volvió a suspirar. Pensó. Sintió. Intuyó y dio un giro de 180º. Comenzó a caminar por la calle Casualidad justo en el sentido contrario a la marcha de los otros miembros de su Comisión. Al girar la esquina de lo que ahora era la calle Oportunidades chocó con un grupo de 8 niños que venían en jauría con dos pelotas de trapo levantando nubes de polvo en la calle. Las risas la envolvieron mientras ella observaba con deleite lo que hasta ese momento había sido lo más emocionante desde su llegada al pueblo. Uno de los niños, tropezó, cayó y quedó fuera del alboroto de la polvareda que levantaba el grupo persiguiendo las pelotas. La niña se acercó para ayudarle a ponerse en pie.
– ¿Te lastimaste?, le preguntó.
– No, no… -respondió el niño con apuro…
-Ajh, ya los perdí.- continuó con desgana.
– Acaban de virar, si corres los puedes alcanzar. – ¿Qué? ¿Y arriesgarme al castigo? Ni loco. Si te quedaste atrás al torcer una esquina, es mejor volver al punto de partida, la cofradía no nota tu ausencia, pero si tu retraso. – ¿Y cuál es el punto de partida?
– Ah… siempre es uno distinto, y las combinaciones son múltiples gracias al conjuro del alcalde. Hoy partimos de la casa del cocotero.
– ¿La del Buscador?
– Si, esa… que raro que la conozcas, nunca te había visto por el pueblo.
– No la conozco, pero la estoy buscando.
– ¿Estás buscando al buscador?
– La verdad que me gustaría más decir que voy en su encuentro.
– Ah… entonces más importante que buscar, es encontrar. En tu caso, digo. La niña sonrió ante la astuta respuesta del niño y le acarició la mejilla.
– No es astucia, es lógica. Me ofende. Y apenas nos conocemos.
– ¿Cómo te llamas?
– Valdo. ¿Y vos? – Bueno, yo no puedo decir mi nombre, si lo hago….
– ¡Ah! eres un hada, cortó Valdo.
– ¿Cómo lo sabes?!
-¿Vos crees que yo me llamo Valdo? Ambos se miraron y sonrieron, un silencio germinado fue intervenido por el silbido del viento. Juntos empezaron a caminar hacia el final de la calle. – Entonces también venís a crecer?
– Mmmm, creo que sí. Pero ahora mi prioridad es encontrar un lugar donde dormir antes de que caiga la noche y se venga el próximo toque de sirena. La casa al final de la calle, tal como lo explicó la anciana. Un letrero de papel pegado en la puerta,
Me fui a la Yunta Brava
B.
La niña dio otro suspiro. Dos segundos de pausa en el tiempo.
– A ver … y ahora a qué hora habrá sido esto- se preguntó Valdo con disgusto.
– Pareces un gnomo de la estepa.
– ¿Acaso se me nota?.
La niña reventó en carcajadas, con un descaro tan ingenuo que no obtuvo represalia alguna.
– Bueno, ¿sabes cómo llegar a la Yunta Brava?
– Si, de ahí vengo. Gracias Valdo, ojalá podamos conversar en otra ocasión.
– La cofradía tiene el junte a las 4 de la tarde en la acera este de la plaza de armas.
– ¿Y con el cambio de calles? – Siempre la acera este, la que toque. Me imagino que te quedarás en Santa Alfonsía un buen tiempo, no?
– El mago dice que eso depende de mi evolución.
– Bueh, eso nadie lo sabe. Yo pensé que esto me llevaría tan sólo meses; pero ya estoy en este pueblo del demonio casi dos años.
El sol estaba inclinándose hacia el oeste. La Yunta Brava estaba comenzando a llenarse otra vez, pero ahora ya no de desorientados sino de vespertinos bebedores de leche de ambaibo macho (trago originario de los alfonsinos). El mago y Sithienne estaban apoltronados en una esquina del mostrador del bar, el calor les había extinguido totalmente la energía. A tal punto era el cansancio que la circunspección de sus cargos de embajadores había quedado reducida a una dilogía entre gobernabilidad y un par de jorobas amodorradas. Las caras prodigaban señales de auxilio, una ducha fría, por ejemplo. La niña se acercó haciendo gesticulaciones joviales que leguas estaban en plena y precisa descontextualización. Sithienne tenía los ojos entreabiertos (uno más abierto que el otro). El mago tenía una seria dificultad para respirar.
– No vuelvas a hacer eso niña. No así. No aquí.
– Me dijeron de alguien que podía ayudarnos a buscar un lugar donde pasar la noche, fui a encontrarlo; pero él salió para acá.
– Pasaremos la noche en la casa del Alcalde, es lo correcto dentro del protocolo. Lo habíamos olvidado.
Ningún pretexto era válido, eran normas diplomáticas. Y a pesar de la cuenta pendiente que el Alcalde le tenía al mago, por haber utilizado información sobrenatural (confesada en la locuacidad de una reunión en la Yunta Brava) para conjurar el cambio de los puntos cardinales, o coordenadas, o quién sabe como cuernos el Alcalde confirió el conjuro para que lo que tenía que ser una ordenanza resultase un despelote en el pueblo.